Cegados de desigualdad

https://www.ambito.com/opiniones/cegados-desigualdad-las-elites-globales-sus-herencias-y-la-baja-carga-impositiva-n5984981

Herencia. Esa pareciera la clave del éxito. Al menos para las Elites globales, los ricos que dominan el mundo. Así por lo menos lo indica un informe reciente publicado por la revista Forbes, el cual sostiene que se espera que más de mil magnates transmitan más de 5,2 billones de dólares a sus herederos en los próximos años.

En este sentido, la lógica shumpetereana, de la innovación para el crecimiento y la posterior la acumulación, va languideciendo lentamente. Soy rico porque mis ascendientes lo son. Y la verdad, no es necesario ‘romperme el lomo’ mucho. Ser vivo para mantener lo que tengo, incorporándome a la dirección ejecutiva de las empresas familiares. Estudios jurídicos y contables de confianza amigos, algo de conocimiento técnico financiero. Y no mucho más. ¿Ambición? Bien, gracias. A disfrutar la ‘vida loca’.

¿Preocupaciones? Lo novedoso del informe es la relevancia que le dan a la inteligencia artificial: mientras el 65% considera que será una de las mejores oportunidades comerciales para sus negocios a futuro, el 58% observa a la vez que las amenazas de ciberseguridad y piratería informática aumentan a medida que la tecnología gana protagonismo. En este aspecto, era obvio que su preocupación no iba a ser la pérdida masiva de puestos de trabajo. ¿Será que, en la transición hacia una nueva forma de producción global, confían demasiado en los nuevos puestos que se están creando? No creo que piensen demasiado en ello.  

Lo más interesante sí, como el sistema mismo, es el individualismo – para no decir egocentrismo -, de quienes tienen una empatía limitada con el resto del mundo: el 68% de los multimillonarios de la primera generación declararon que la filantropía era una parte importante de su legado, frente a sólo el 32% de la generación heredera.

Y lo peor de todo es que, ni con el incentivo propio, ni con el ajeno, colaboran con los más desfavorecidos. Es que los multimillonarios empresarios cada vez tienen que hacer frente a menos impuestos a lo largo de su vida. Sino miremos los impuestos corporativos, los cuales disminuyeron significativamente en los países de la OCDE en las últimas décadas, del 48% en 1980 al 23,1% en 2022. Otro ejemplo: la mitad de los multimillonarios del mundo viven en países en los que ha dejado de existir el impuesto de sucesiones sobre el dinero entregado a los hijos. En números concretos, unos 5.000 millones de dólares de estos hombres y mujeres pasarán a la siguiente generación libres de impuestos. Por supuesto, con la elusión (y porque no la evasión) como caballitos de batalla. Y cabe aclarar que esto no es por designio divino:  la desigualdad es impulsada por las elites que emprenden una guerra sostenida y altamente efectiva contra los impuestos.

¿Nada ocurrió con el informe publicado en octubre del año pasado publicado por el Observatorio Fiscal de la Unión Europea, el cual recomendaba un impuesto global para los 2.700 multimillonarios del mundo? Según el organismo, un impuesto de este tipo permitiría recaudar 250.000 millones de dólares al año. Mucho dinero que serviría para paliar el hambre en el mundo; como sería también el transferir dinero del gasto militar global a la investigación médica para luchar contra las enfermedades endémicas, entre otros. A no, eso implicaría pedir demasiado para una ética en desuso. Demasiado moral todo, a ver si se nos ocurre poner el ser humano y el medio ambiente por delante de la acumulación.

Es por ello que no es de extrañar el informe que acaba de publicar la prestigiosa organización Oxfam, en el cual indica que mientras los cinco hombres más ricos del mundo duplicaron con creces su fortuna desde 2020 hasta 2023 (deu$s 405.000 millones en 2020 a u$s 869.000 millones el año pasado), casi cinco mil millones de personas en todo el mundo se empobrecieron en el mismo período de tiempo. El aumento de la desigualdad global, con las personas y empresas más ricas acumulando mayor riqueza – gracias al aumento de los precios de las acciones y también al tener mayor capacidad de lobby -, solo nos puede llevar a una conclusión: el poder corporativo se utiliza para impulsar la desigualdad.

Por un lado, exprime a trabajadores y enriquece a los accionistas ricos, esquivando impuestos y privatizando el estado. Pero además, por acción u omisión, los gobiernos empoderan a enormes capitales a potenciar las prácticas monopólicas, entregándoles tal poder que les permite influir en los salarios que se pagan a las personas (según un trabajo del World Benchmarking Alliance sobre las 1600 las empresas más grandes del mundo, solo el 0,4% de éstas se comprometen públicamente a pagar a sus trabajadores y trabajadoras un salario digno, y a abogar por esta medida justa en sus cadenas de valor), los precios de los alimentos, y los medicamentos a los que las personas pueden acceder. Finalmente, estas elites económicas también presionan implacablemente por obtener tasas de interés más bajas en el sistema financiero, una menor transparencia en los procesos de accountability, y otras medidas destinadas a permitir que sus corporaciones contribuyan lo menos posible a las arcas públicas.

¿Cómo podemos hacer entonces para parar cambiar una realidad donde el creciente poder de grandes empresas y monopolios se ha convertido en una máquina de generación de desigualdades, se exprimen a las y los trabajadores, se arman esquemas agresivos de elusión fiscal, se privatizan los servicios públicos, y se acelera el colapso climático, canalizando cantidades ingentes de riqueza hacia sus propietarios, ya ultrarricos, lo que como contraparte implica el menoscabar las democracias y los derechos de las mayorías?

Estudie, lea a los clásicos, permítase dudar. Piense bien quien defiende sus intereses. Vaya con convicción a la urna. No se resigne a vivir en un mundo tan imperfecto. ¿Y pedidos para quienes nos gobiernan? Dos cuestiones principales: 1) no mientan, y hagan lo que prometieron 2) no tengan miedo ni sean cómplices de los grandes poderes fácticos, la ‘verdadera casta’, como se suele decir estos días. Porque recuerde, ‘a los tibios los vomita dios’. Y sin una verdadera revolución, los dilemas estructurales, se enquistan y solo derivan en una prolongación agónica de quienes nunca han visto – ni sus hijos ni nietos verán – una luz al final del túnel. Donde, en el mientras tanto, las elites económicas que dominan el mundo, continúan disfrutando mirándose su propio ombligo.   

El impacto económico del conflicto en Gaza

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¿Cuál es ha sido el impacto económico del conflicto en Gaza? Siempre que se analiza el escenario geoeconómico, es de buena – y necesaria – práctica, dividirlo, seccionarlo, por capas. Las mismas son, principalmente, los propios territorios en disputa, los recursos en juego, y el margen de maniobra de los diversos actores involucrados. 

Comencemos con el epicentro del desastre. Está claro que la Franja de Gaza se encuentra destruida. Sin capacidad de producir – ni de decidir su destino, no es necesario aclararlo -, depende absolutamente de la ayuda humanitaria. El histórico ingente financiamiento de Irán y Qatar para con el gobierno de Hamas (después podemos discutir si el mismo es destinado mayoritariamente para los hospitales y las escuelas de Gaza, o para financiar a la Guerrilla Armada), por ahora deberá esperar. Rafah, el propio cruce de Erez en el norte de la Franja, o los ingresos de bienes por vía marítima – incluidos los del Puerto israelí de Asdod (y la propia aduana del Puerto de Lárnaca, en Chipre), se encuentran celosamente controlados por las Fuerzas Armadas Israelíes.  

Por su parte, la economía israelí también se ha resentido. Extranjeros – y palestinos (se calcula que unos 200.000 trabajan en Israel o en sus asentamientos) – que trabajaban se han ido, dejando esos ‘bajos salarios en empleos poco calificados’, a la deriva. Por otro lado, las Fuerzas Armadas han llamado a más de 360.000 personas, una pérdida de mano de obra que representa el 8% de la fuerza laboral del país. ¿Lo más grave? Muchos de ellos son los ‘mejores’ empleados del país, en una economía donde los trabajadores tecnológicos industriales son un 25% más productivos que la media de la OCDE. 

Por supuesto, tenemos un turismo cuasi nulo. Y si a ello le adicionamos la incertidumbre y el miedo, letal para el consumo privado de bienes y servicios, la situación se oscurece. Hasta el propio Primer Ministro Netanyahu le habló recientemente a la población, ante una potencial represalia iraní por el reciente ataque a su Consulado en Damasco: “No hay necesidad de comprar generadores, ni de almacenar comida ni de sacar dinero de los cajeros automáticos”.

En otro orden de cosas, aunque todavía no se vislumbra – e Israel está tratando de evitarlo -, la ‘huida’ de inversores (en particular, los del sector de tecnología, uno de los más volátiles), es lógico que algunos opten por trasladarse a otros países con mayor estabilidad, transformando los costos industriales coyunturales en estructurales. Es que, para el todavía vigente paradigma neoliberal corporativo trasnacional, la seguridad jurídica y la rentabilidad que se traslada a la fluidez del capital globalizado, sigue siendo vital para las inversiones de largo plazo.

En sentido similar, si la guerra se prolonga, las finanzas podrían deteriorarse ‘más temprano que tarde’. No solo por la pérdida en la calificación crediticia de Israel, con el consecuente mayor costo de financiamiento; sino, y por, sobre todo, porque los gastos derivados de esta guerra, que incluye una costosa invasión terrestre, implican varios puntos del PBI, ya sea en términos nominales como en costos de oportunidad por la pérdida de recursos e ideas que podrían destinarse a la cosa pública, la dinámica de la vida civil. Es importante destacar que Israel no necesita una guerra para dinamizar su economía: la misma, per se, está estrechamente vinculada a la industria militar. Mejor dicho, a la vida militar. 

Lo peor, y este es el mayor temor del ‘mainstream’ del pensamiento académico y político hebreo, sea probablemente el daño estructural a largo plazo. A pesar de que Israel es un país decididamente exportador de tecnología de punta (con énfasis en la producción masiva de armamento de guerra, la cual vende como “marca testeada en el terreno”), el costo geopolítico, aunque claramente quede en la retaguardia del impacto geoeconómico, no será gratuito: lo que muchos han visto como la vanguardia de la luz democrática en Medio Oriente, ya no lo es tan. Ya no estará en las preferencias de las elites decisoras del mundo. Si se puede evitar el contacto, se evitará. Seamos claros: a nadie – mejor dicho, a pocos de los que tienen verdadero poder – le importan los niños gazatíes. Pero, por las dudas, desde otras latitudes se intenta evitar los daños colaterales que pudieran tener efectos negativos sobre la política doméstica. 

Por otro lado, fronteras fuera de Israel, en el norte, la economía libanesa viene de años financieramente muy complejos. Al Default de su deuda pública externa en 2020 (la primera en su historia), le siguió la explosión en el puerto de Beirut, en medio de graves problemas de solvencia – operaciones dudosas del Banco Central incluidas -. El impacto económico y social de la crisis ha sido dramático: una caída del PBI de un 40% en los últimos tres años, una depreciación de la moneda superior al 90%, una inflación del 150% y un fuerte aumento del desempleo y de la pobreza. Hezbollah, con sus decenas de millones de dólares – y armamento -, provenientes de Irán, es una especie de salvataje de plomo: el desorden político interno que genera la agrupación armada no estatal más grande del mundo – se estima que ti la componen alrededor de 100.000 combatientes -, es un bumerang que poco ayuda a los influjos de inversiones y a la estabilidad económica en general.

Jordania es otro de los países doblemente afectados por el conflicto y la crisis económica. Con un bajo crecimiento y un préstamo del FMI difícil de repagar, uno de los mayores riesgos es que la violencia en Gaza se extienda con sus tentáculos hacia Cisjordania, generando un flujo de refugiados que, en este momento, sería prácticamente imposible de asumir (el gobierno jordano ha llegado a decir que un desplazamiento masivo de población palestina sería considerado una “declaración de guerra”). Ni que hablar del turismo. El propio Ministro de la Cartera habló de daños colaterales graves en términos de visitantes, sin ellos tener nada que ver con la coyuntura de su país vecino: “Es un tema ajeno que nos impacta enormemente”.

Hacia el sur, Egipto no solo tiene un elevado endeudamiento en dólares que le obliga a recurrir a préstamos de los bancos centrales de los países del Golfo, o una deuda pública muy por encima de la media de la región; su principal dilema, en épocas de ‘migraciones masivas forzadas por el conflicto’, es el escaso margen fiscal. La necesidad de un gobierno con recursos para sostener el gasto público que demanda el actual escenario, requiere una ayuda extra desde el exterior para con la sustentabilidad macroeconómica. ¿Qué tenemos hasta ahora? Un FMI esperando el repago de los 5.000 millones de dólares del préstamo otorgado para el periodo 2022-2023. El resto, solo un goteo de capital que no llega ni a satisfacer el desastre social gazatí.

¿Irán? Cualquier intercambio directo inter-estatal afectaría los precios del barril (el año pasado el incremento de la producción iraní ha supuesto la segunda mayor contribución a la oferta global de crudo y ha aliviado parte de las tensiones petroleras, ya que el mercado se encuentra en déficit por los recortes voluntarios de la producción en Arabia Saudita y Rusia); sin embargo, el Shale de Estados Unidos, sin poner la lupa sobre el aumento del costo logístico, podría compensarlo. Igualmente, eso sería hacer futurología de baja probabilidad.

A nivel mundial, Israel como un todo (o Palestina, según quien lo mire), no tiene recursos naturales estratégicos de relevancia. Tampoco es trascendental en términos logísticos para otros mercados – inclusive para la región -. ¿Podría tener alguna significancia el paso de Bab el-Mandeb, controlado por los Hutíes? La realidad es que solo ha afectado las cadenas de valor de los británicos, estadounidenses y todo aquel ‘amigo de los sionistas’. Para el resto de los buques, el traslado de mercaderías es ‘relativamente normal’. Por lo tanto, a pesar de las molestias del caso, el costo es marginal.

Por supuesto, quienes están de parabienes, como siempre, son los de la industria de la guerra trasnacional. El ejemplo más claro, a pesar de la discursiva anti-belicista, es la reciente defensa de la Casa Blanca – Congreso mediante – de transferencia de más de 2.000 bombas a Israel. Los casi 34.000 muertos – el 70% civiles, incluidos 13.000 menores, sin contar a los 7.000 que se cree todavía están bajo los escombros – poco importan. Sobre todo, al Primer Ministro de Israel.

Es que Netanyahu necesita que esta guerra continúe (cabe aclarar que tampoco le interesan sus casi 300 soldados muertos post OCT-7), y, por ello pretende escalar el conflicto a todas las latitudes posibles, prolongando las tensiones y manteniendo, de esta manera, a su agonizante gobierno a flote. «Netanyahu no quiere que los rehenes vuelvan a casa porque sabe que, en ese caso, tendría que hacer frente a los juicios que lo depositarían en la cárcel”, resalta la oposición, que pide a gritos elecciones antes de fin de año.

Los únicos que lo sostienen son los ultra-religiosos de su propia coalición de gobierno, aquellos que quieren expulsar de Gaza y Cisjordania a todos los Palestinos. ¿Qué ofrecen? ¿Obra pública que construya viviendas para los colonos en los nuevos asentamientos de los territorios ocupados para dinamizar el mercado interno? ¿Convencer a las empresas de alta tecnología que la reforma judicial en vilo no es perjudicial para el sector – a pesar de que los fondos captados por las Start-ups israelíes se redujeron a la mitad en los últimos dos años -? Todo muy difícil. Parece que, esta vez, ni un milagro del todopoderoso lo salva a BIBI, como cariñosamente le dicen al premier del Estado Hebreo. Y la verdad, es difícil racionalizar que su suerte se encuentre atada a una economía israelí que, por ahora, sufre, pero no termina de languidecer desangrada. 

Entrevista a Putin – Sputnik

Buenos Aires, 9 feb 2024 (Sputnik).- La entrevista al presidente ruso Vladímir Putin del periodista estadounidense Tuck Carlson muestra que la Federación Rusa aspira a ser un actor de influencia mundial, sobre todo por afuera del área ocupada por la OTAN, dijo a la Agencia Sputnik el economista y doctor en Relaciones Internacionales Pablo Kornblum.

«El conflicto de Ucrania ha sido una oportunidad que Rusia ha aprovechado para «emular el modelo chino» de convertirse en un socio político y económico con relevancia global (especialmente fuera del área OTAN», reflexionó el especialista argentino.

El Grupo BRICS, integrado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, experimenta un «renacimiento con fuerza» sobre todo después de la asunción del presidente brasileño, Luis Inácio Lula Da Silva, que permite a Moscú acercarse a países considerados históricamente «en un segundo nivel» y que están en África, Asia, Medio Oriente y América Latina, observó Kornblum.

«Esto también será muy relevante a futuro al consolidar un modelo global sistémico bipolar, con la OTAN y aliados, por un lado, y Rusia y China y sus aliados por el otro, una situación que creo que también llegó para quedarse», reflexionó.

Kornblum, profesor de geopolítica y economía internacional en varias universidades, entre ellas la Universidad de Buenos Aires (UBA), consideró que uno de los aspectos más relevantes de la entrevista al presidente ruso «es la prospectiva de lo que va a pasar».

«En este sentido, queda claro que Rusia solo quiere los territorios que le pertenecen por designio histórico, y no más allá de eso», dijo.

El especialista en geopolítica advirtió, que, «ello incluye parte de lo que Ucrania y la OTAN creen que es parte indivisible del Estado ucraniano y ahora está ocupado por Rusia».

«Por ende, en un mundo donde vuelve a primar la posición de tierras, por la riqueza que implican sus recursos naturales estratégicos, y por la relevancia en términos logísticos, la pugna continuará», consideró.

En este contexto, Kornblum asumió que «Rusia no dará un paso atrás».

Dadas estas circuntancias, «nos encontraremos con una especie de paralelo 38 entre Corea del Sur y Corea del Norte, donde persistirá una tensión permanente; al menos, en el mediano plazo», finalizó.

La entrevista a Putin alcanzó más de 70 millones de visualizaciones en nueve horas desde su publicación en la red social X y fue anunciada por Carlson el martes 6 de febrero en un mensaje de vídeo grabado en Moscú y la información fue confirmada al día siguiente por el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov.

De ideologías y otras yerbas en la pragmática arena internacional – Cronista Comercial – Enero 2024

https://www.cronista.com/columnistas/reflejos-politicos-el-espejo-argentino-y-la-metamorfosis-de-la-izquierda-alemana/

Ahora que estamos con la agenda de Davos y las elites globales, el selecto círculo rojo transnacional, tratando de ver como contener sustentablemente y con visión de futuro a un mundo de mayorías disconformes, la política nos ha vuelto a mostrar un dinamismo catártico como hace tiempo no veíamos: política interior conjugada con política exterior, pragmatismo entremezclado con teoría, ideologistas que confunden presente con pasado.

La política alemana podría ser perfectamente un ejemplo de ello: la salida de Sahra Wagenknecht y otros nueve diputados del Partido mayoritario de Izquierda, Die Link, causó revuelo en el país germánico. Según las palabras de los parlamentarios salientes, ellos venían observando una ‘degradación ideológica bajo una errática línea posmoderna en la organización’. Traducido, perdió a los votantes tradicionales del siglo XX debido a que se centró en los entornos urbanos, jóvenes y activistas; ese progresismo ilustrado que se aleja de las bases y se asienta en las universidades. Una izquierda de reclamos puntuales superadores – léase ‘activistas de movimientos’ (representantes de diversas ONG de derechos humanos, luchadores contra el cambio climático, etc.)  – que obnubila las necesidades de base, aquellas que el trabajador medio desea volver a reconquistar desde el otrora anhelado Estado de Bienestar.   

Como buena política de raza, Wagenknecht creó inmediatamente un nuevo movimiento (BSW – Razón y Justicia), con el que apuesta por abanderar los intereses – sobre todo los salarios – de los trabajadores (incluido lo que ellos denominan ‘justicia social’), defender la soberanía alemana frente al llamado globalismo, oponerse a la agenda capitalista verde y a la OTAN, y aplicar un mayor control y planificación de la migración en el país. ¿Una Donald Trump con tintes marxistoides? Podemos discutirlo. Lo que es real es que en un mundo donde los políticos se van moviendo programáticamente en base a las necesidades de sus bases, la ideología, con cierta racionalidad y coherencia (¿o al menos eso debería ser, ¿no?), se va acomodando, amoldando a ‘la necesidad del cliente’.

Entonces, y tomando una alegoría de nuestros lares, podemos decir que las políticas centrales del nuevo partido de izquierda BSW sostendrían lo siguiente: ¿Migración descontrolada? ¡Afuera! ¿Sanciones económicas a Rusia y envío de armas alemanas a Kíev? ¡Afuera! ¿Exclusividad de una industria de energías verdes para combatir la crisis climática? ¡Afuera! Y para ser más precisos, en este último punto se observa claramente el proceso de la escisión partidaria: Sabedora Wagenknecht de la irritación de muchos alemanes por el costo de la calefacción y ante el plan de los verdes de descarbonizar el país, dijo que hay que “alejarse de un ecoactivismo ciego y desordenado que encarece aún más la vida de las personas, pero que en realidad no beneficia en absoluto al clima”.

Por ende, las urgencias, luego del hastío y el cansancio después de décadas sopesar el declive, sin prisa pero sin pausa, de las mayorías, toman la posta. Menos espera y más resultados. Priorizando lo propio; lo altruista, que los alemanes sienten que lo han sopesado con creces después de la Segunda Guerra Mundial, debe quedar para más adelante. Ahora bien, dado el contexto, las preguntas que nos trae a colación el caso de la izquierda alemana podrían ser: ¿Había que elegir presentarse como un partido de bienpensantes moralmente correctos o, por el contrario, como un partido de desheredados, abandonados y hartos? ¿No se podría haber hecho ambas cosas al mismo tiempo? Evidentemente, las exigencias parecen ser múltiples y los recursos escasos para dar, con efectividad (y votos), ambas batallas a la vez. 

Por otro lado, pareciera ser que se necesita algún hecho sobresaliente que pueda aunar, bajo las diferentes ópticas descriptas, un Partido político – en este caso de izquierda -, que pueda dar verdaderamente una disputa electoral. Para citar un caso, la crisis financiera de 2008 y las convulsiones políticas que provocó parecieron ofrecer la oportunidad de repolarizar la sociedad en función de las clases, y unir a la amplia mayoría contra una ‘élite capitalista’ que había causado la crisis y seguía beneficiándose de ella mientras el resto sufría.

El problema de Syriza (que llegó al poder, aunque de manera exigua), Podemos, o Francia Insumisa, es que la construcción política se encontró no solo con dificultades para traducir ese impulso en estructuras organizativas duraderas, sino con una situación socio-económica de tensión y confrontación permanente, que posteriormente fue sabiamente cooptada por la derecha. Hablando mal y pronto: en la actualidad, las cuestiones de clase, sociales, y morales, han quedado eclipsadas por la guerra cultural, la inflación (principalmente por la falta de energía barata proveniente de Rusia), los migrantes ‘quita empleos’, y el debate de cuánto dinero hay que destinar para la industria de la Defensa. Si en Alemania, con el histórico poderío económico que el país representa, 13 millones de personas se encuentran en riesgo de pobreza – personas que ganan menos del 60% de los ingresos medios -, imagínense en otras latitudes.

Y entonces, fue la derecha que tomó nota. Justamente, en su carácter neofascista y formada por intelectuales que expresan una profunda disputa cultural con un progresismo que tiende a repetir mantras que ya no representan los intereses y las necesidades de los sectores más humildes. Donde, además, poseen una heterogeneidad ideológica, solamente centrada en una retórica anti-Estado en tándem con la idea de libertad; que tampoco es programática o colectiva, sino que muchas veces expresa una experiencia personal. 

En este sentido, para Murray Rothbard, la idea fuerza de un “populismo de derecha” es un movimiento capaz de llegar a las masas directamente y fijarse como enemigo a las élites políticas. Dentro de ello, se observa un efecto ´fusionista´ que permite coaligar ideas, referencias y actores de diversas derechas, reposicionando las relaciones entre la tradición liberal-conservadora y la nacionalista-reaccionaria; todo ello bajo las formas estético-culturales propias del lenguaje de las redes sociales, con símbolos conservadores, nacionalistas y tradicionalistas. Aquí hay un punto fundamental: la comunicación política de redes que impacta emocionalmente a grandes sectores marginados de la población.

En definitiva: mérito, punitivismo, el orden, y el individualismo, avasallaron cualquier noción de progresismo comunitario – que justamente avalan lo contrario, culpando a las causales socio-económicas bajo un marco de desigualdad reinante -, pulverizando además cualquier estrategia que suponga un recordatorio serio de las veleidades del Estado de Bienestar. Que, por si alguien no lo recuerda, no fue creado por la generosidad de la elite corporativista, sino como un ‘seguro contra la revolución’ que evite que el descontento extendido no se desbordara.

Para concluir, podemos afirmar que las diferentes ideologías, las izquierdas y derechas potenciadas, se alimentan de la esperanza. Y la esperanza es un asunto político: porque si la gente tiene esperanza, tiene la voluntad y desea prepararse, estudiar, entender, para lograr un cambio que mejore su calidad de vida. Por el contrario, si es el pueblo se encuentra desesperado, envuelto en una ignorancia impuesta por el sistema y por la propia necesidad de supervivencia como objetivo único, difícilmente pueda tomar la mejor decisión. O al menos, lo que más lo beneficia. Por ende, el contexto sistémico, en cada latitud, se encuentra expuesto. Esta entonces en cada político, cualquiera sea su ideología, en poner al servicio del bienestar colectivo su capacidad; y no solamente vivir obsesionado buscando la mejor estrategia para con el ‘lucro electoral’. Son aquellos políticos que, realmente, piensan que un mundo mejor es posible.

El control de la información, una variable clave en la competencia geopolítica

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En el tramo final de su mandato, el expresidente de los Estados Unidos de América (EE.UU.), Donald Trump, firmó tres órdenes ejecutivas para prohibir el uso de redes sociales chinas, incluyendo a la más popular, TikTok. Esta red social de vídeos cortos, que cuenta con más de 100 millones de usuarios tan solo en EEUU, nunca llegó a ser prohibida de forma efectiva, ya que la justicia estableció que podía seguir operando en territorio estadounidense mientras determinaba si la orden de Trump era o no legal.

Antes de que terminara 2023, su sucesor, Joe Biden, en un tono algo menos belicoso, ha pedido una revisión del Departamento de Comercio para determinar los problemas de seguridad que pueden plantear este tipo de aplicaciones. En un comunicado, la Casa Blanca ha especificado que sus medidas no se dirigen a apps o empresas chinas en concreto, sino que buscan promover un «Internet seguro, confiable, interoperable y abierto; la protección de los derechos humanos ‘online’ y ‘offline’ y el apoyo de la economía digital global y vibrante”. Una suerte de discurso contrario de lo que hacen los chinos, pero en la realidad haciendo lo mismo.  

Cabe destacar que la idea de Biden no es propia de un presidente o una gestión. Existe además un proyecto de ley bipartidista que busca “facultar al gobierno de los EE.UU. para evitar que ciertos gobiernos extranjeros exploten los servicios tecnológicos, de una manera que represente riesgos para los datos confidenciales de los estadounidenses y nuestra seguridad nacional”.

Más aún, el temor no es solo quien posee la base de datos, o el control de quién tiene el algoritmo; sino, y, sobre todo, el rol en las operaciones de influencia. “Ha ido mucho más allá de sus raíces como aplicación de sincronización de labios y baile; crea tendencias y fomenta conexiones profundas con los creadores que mantienen a los usuarios comprometidos, vídeo tras vídeo. Los anunciantes quieren llegar a un público apasionado y entregado, y TikTok puede ofrecerlo”, destacan sus directivos. Sus números así lo indican: para 2024, los ingresos publicitarios de TikTok ascenderán a 23.580 millones de dólares.

Por ende, nos referimos a una variable que puede ser igual o más relevante que los 760.000 millones de dólares que suman ambos países en comercio bilateral: estamos hablando de futuro; mejor dicho, como se moldea el porvenir. Esto es el control de las mentes, de las ideas, del traspaso de información. De los procesos de inteligencia que pueden observar las debilidades del enemigo. Ese plus que puede hacer la diferencia cuando las tensiones se acrecientan y la diplomacia se resquebraja. Sobre todo, cuando EE.UU. coquetea permanentemente con Taiwán, el talón de Aquiles de cualquier acercamiento de buena voluntad con China. ¿Acaso no es una noble excusa que Taiwán sea uno de los principales centros de fabricación de chips y semiconductores, principal proveedor de la industria estadounidense? A Xi Jinping poco le importa. Acá no hay grises.

En el mientras tanto, China bloquea el ingreso a varias aplicaciones como Facebook, Instagram y Twitter. Aunque no están oficialmente prohibidas, no se puede acceder a ellas de manera convencional. ¿Que sostienen los funcionarios del gigante asiático? Si Facebook ha admitido proporcionar información al gobierno de EE.UU. para misiones de espionaje, ¿cómo no nos vamos a proteger nosotros?

Bajo este marco de conflicto bilateral, podemos – y debemos – transpolar el mismo a la lógica sistémica bipolar (Occidente y sus aliados vs. Rusia, China y compañía), en un mundo que se encuentra abierto para que cada país elija donde posicionarse. Y en el actual escenario global, donde la dirección se dirige claramente hacia gobiernos orwellianos, lo difícil para la alta política es balancear las lógicas domésticas con los requerimientos de una diplomacia realmente compleja. ¿Pragmatismo? Seguro, el tema es a que costo.

Por supuesto, cada gobierno vela por sus propios intereses, entendiendo sus fortalezas y objetivos. En Occidente (léase Canadá, Francia, Dinamarca, entre otros) han restringido el uso de TikTok para sus funcionarios gubernamentales. En este aspecto, un reciente informe del Centro Nacional de Ciberseguridad del Reino Unido, establece que «podría haber un riesgo en torno a la forma en que ciertas plataformas acceden y utilizan datos sensibles del Gobierno”. Cuando se habla de espionaje, adicción conjugada con ceguera, y confidencialidad de la información, ‘es preferible que sobre y no que falte’, como indica el viejo dicho popular. O como indica uno de los autores de la reciente Ley de Servicios Digitales (DSA) de la Unión Europa: «Se trata de una medida de precaución. Sabemos que ya hay un uso limitado de TikTok en el Gobierno, pero también es una buena medida de ‘higiene cibernética’”.

La contraofensiva corporativa china pareciera no estar dando resultados. Y aunque ByteDance, la empresa matriz de TikTok, ha propuesto la instalación de centros de datos locales en el viejo continente, asegurando desde hace tiempo que no comparte los datos de los usuarios con el Gobierno chino y que se gestiona de forma independiente, se ha hecho caso omiso a sus reclamos. Mismo la propia TikTok, la cual rechaza las acusaciones de que recopila más datos de los usuarios que otras empresas de redes sociales, calificando las prohibiciones de «desinformación básica» decidida sin «deliberación ni pruebas». Es que, para los expertos, todas las medidas preventivas que se toman no abordan de manera efectiva los riesgos fundamentales que exponen a la sociedad europea a posibles influencias chinas. Aquí tampoco hay vuelta atrás para con el ‘relajamiento’ sobre las decisiones tomadas. Coerción sin límites; y bajo la mayor cantidad de fronteras posibles.

Pero no todo es infiltración de espías; la geopolítica también juega. Para citar un ejemplo, al calor del conflicto militar entre China y la India por Cachemira, en julio de 2020, el choque fronterizo entre las fuerzas de seguridad de ambos países en el Himalaya occidental que dejó al menos 20 soldados indios muertos y más de 70 heridos, tuvo sus represalias cibernéticas: el gobierno hindú prohibió TikTok y otras 59 aplicaciones provenientes de China. Por supuesto, no todo es pérdida en este juego de suma cero: mientras TikTok, con 120 millones de usuarios en la India, perdió 6.000 millones de dólares en aquel año pandémico (cuando justamente se observó un crecimiento exponencial de este tipo las plataformas), el Facebook de Zuckerberg acaparó una enorme proporción de esa gigantesca audiencia huérfana.

Finalmente, los diversos ‘Gran Hermano’ de otras partes del mundo oriental, tienen otros objetivos, en este caso ‘más filosóficos que materiales’. En octubre de 2020, las autoridades paquistaníes prohibieron temporalmente TikTok, alegando que la aplicación promueve contenidos inmorales. Por otro lado, los dirigentes talibanes de Afganistán prohibieron la aplicación en 2022, con el argumento de proteger a los jóvenes de «ser engañados». Finalmente, Nepal anunció recientemente que va a prohibir la red social debido a los efectos negativos de esta aplicación en la «armonía» del país. La propia Ministra de Comunicaciones y Tecnología de la Información, Rekha Sharma, explicó que el gobierno tomó la decisión porque TikTok se utiliza de forma sistemática para compartir contenidos que «afectan las estructuras familiares y las relaciones sociales». Gagan Thapa, dirigente del opositor Partido Congreso Nepalí, alzó la voz repudiando el hecho e indicando que “parece que el ejecutivo busca reprimir la libertad de expresión». Un oxímoron inexistente en el actual mundo en que vivimos. 

En definitiva, podemos resumir algunas cuestiones fundamentales. Control (¿justificado?), para estar a la altura de las circunstancias ante el avasallamiento de enemigos externos (¿o internos?). Lo único claro parece ser el objetivo final de las elites gubernamentales: poder seguir acumulando poder y riqueza en un mundo diversificado, complejo y agresivo, generando un temor hacia adentro que permita el hacer ‘más dóciles’ a unas masas necesitadas, justamente, de lo contrario: empoderarse, mejor su estatus socio-económico, tener mayores libertades para expresarse. Vivir mejor, se diría. En la actual dinámica de la coyuntura global, difícil. Y TikTok, cual plataforma de entretenimiento transnacional, conjuga, entremezcla y nos muestra demasiado de todo lo que existe. Y algo, quien dice, de lo que debemos cambiar.

Estados Unidos contra Google y la relevancia de la ley antimonopolio sobre la geopolítica

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El 2 de julio de 1890, Estados Unidos promulgó la Ley Sherman Antitrust, considerada la primera medida concebida para evitar la concentración de un mercado en una empresa. La norma debutó en 1911, con la Standard Oil de John Rockefeller. La Justicia finalmente determinó la fragmentación de la petrolera en 34 empresas independientes.

“Hace dos décadas, Google se convirtió en la niña bonita de Silicon Valley como empresa emergente con una forma innovadora de buscar en la incipiente Internet. Ese Google hace tiempo que desapareció”. Este es uno de los párrafos que utilizó el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, ciento veinte años después, para acusar a la tecnológica por abusar de su posición dominante en el mercado de las búsquedas.

A pesar de que las empresas tecnológicas no encajan en la definición tradicional de monopolio – ya que no fijan precios abusivos para el público -, afectan a otros aspectos de la cadena de valor. Por ende, el juicio contra Google no radica en el amplio predominio que logró con su buscador (Google concentra el 90% de las búsquedas a nivel mundial), sino por los abusos que comete para evitar o excluir a otros competidores: para citar el ejemplo más resonante, Google paga más de US$10.000 millones al año a varios fabricantes, como Apple, para preinstalar el buscador Chrome en sus dispositivos.

“La gente no usa Google porque tenga que hacerlo, sino porque quiere”, fue la rápida respuesta por parte de la empresa. Añadieron, además, que los acuerdos con fabricantes y operadoras no eran exclusivos y que la gente podía elegir motores de búsquedas alternativos muy fácilmente. Más aún, para evitar los cuestionamientos, estas corporaciones tecnológicas llevan adelante un lobby feroz que les permita evitar los controles y que las investigaciones legales avancen.

Lo primero que haría cualquier analista es comprender la lógica de la teoría económica; aquella racionalidad que nos lleva a entender que las leyes antimonopolio tienen como objetivo primario mantener la competencia como fuerza impulsora de la economía, siendo Google y otras multinacionales un obstáculo para el libre juego de la oferta y la demanda en la industria tecnológica, al concentrar una abrumadora capacidad económica y técnica.

Más aún, las grandes corporaciones, al tener una posición dominante, desincentivan el surgimiento de nuevos proyectos y estancan la innovación. A eso hay que adherirle que pueden adquirir a los competidores más pequeños; o mismo imitar sus desarrollos y utilizar su diferencial económico para sacar ventajas que desplacen a sus rivales más débiles. También existe el temor de que estas empresas tecnológicas, con su músculo financiero, puedan expandirse a otras industrias.

La realidad es que este último punto es lo que realmente se encuentra en disputa en el caso de “Estados Unidos contra Google”: la preocupación de las elites políticas son las grandes empresas tecnológicas que fueron acumulando poder y una supremacía exponencial sobre los negocios, el comercio, la discusión pública, el trabajo y el entretenimiento. Y el gran temor está en que todas estas variables claves para el dominio social, se encuentren fuera del control gubernamental.

Esa delgada línea, muy fina, entre dejarlos ser, porque también le sirve a los Estados Unidos de América (EEUU) como emblemas geopolíticos y geoeconómicos para dominar el mundo; o la posibilidad cierta que se les escurra de las manos, que tengan un vuelo demasiado propio que no responda a los intereses a las elites políticas. El contexto global es claro: en un escenario marcado por ‘la competencia tecnológica con China’ – entre otros -, hay que evaluar con mucho cuidado las acciones que, a nivel global, beneficien a los intereses generales de los estadounidenses.

Porque en realidad, en términos geopolíticos, ‘la lucha contra el monopolio’ es una discursiva contradictoria que no siempre es aplicada; solo es utilizada cuando es conveniente como una herramienta, una variable técnica. Sino pensemos en la Industria de la Defensa: desde la misma Guerra Civil estadounidense del siglo XIX, se demostró la utilidad de la empresa a gran escala para satisfacer las feroces demandas de producción de las Fuerzas Armadas, y los dueños de negocios se apresuraron a comprender la ventaja del tamaño para atraer capital.

A lo largo del siglo XX y en lo que va del corriente siglo XXI, se consolidó este modelo que logre mayores eficiencias para alcanzar curvas de aprendizaje maduras, genere mayores posibilidades de innovación y de calidad de los productos. Ni que hablar la necesidad de tener un capital concentrado, un flujo financiero que permita sortear los costos técnicos y burocráticos asociados (solo para citar un ejemplo, los fabricantes de defensa locales necesitan la aprobación del gobierno estadounidense antes de que puedan producir armas conjuntamente con socios extranjeros).

¿Dónde está aquí el fin de los monopolios, si cinco empresas estadounidenses (Lockheed Martin, Boeing, Raytheon, Northon Grumman y General Dynamics), sectorizadas en diferentes rubros del aparato militar, se llevan más del 80% de los contratos del gobierno? En ningún lado, ya que las mismas son garantes de las elites políticas en su posicionamiento como potencia global; tanto como ‘policía del mundo’, como en el plano del servicio a sus necesidades de acumulación de riqueza y poder.

¿Podemos esgrimir que con los monopolios se eliminan las presiones para innovar? ¿Podemos sostener fehacientemente que con los monopolios se generan costos más altos para los contribuyentes? ¿No es perjudicial que las empresas líderes levanten barreras para con los nuevos entrantes? ¿No es acaso relevante que, en sectores duales, más actividad militar genera un mayor riesgo de abastecimiento para la industria civil? Todas respuestas afirmativas, pero no lo suficientemente relevantes para aplicar la lógica de la ley antimonopolio. O sea, para hacer peligrar los objetivos de las elites.  

¿Pero si la empresa dominante se encuentra influenciada por una nación adversaria, no se estaría planteando un riesgo para la seguridad nacional? ¿No es correcto pensar que la empresa monopólica tiene más poder sobre el contrato, que una pequeña empresa que licita con muchos competidores, obligando al Gobierno a tener que negociar con el monopolio en condiciones más desventajosas? Así es, pero volvemos a nuestro eje conductor: para contrarrestar estos ‘peligros’ nos encontramos con elites políticas que promueven este nuevo modelo nacionalista, estatista, de sumo control y una democracia económica relativa.

Es que después de una época histórica en que los Estados se han visto profundamente denostados, mellados en sus capacidades de hacer, lo que estamos vivenciado hoy en día es un contrabalanceo de fuerzas por parte del realismo más puro de las Relaciones Internacionales, donde las elites políticas toman prudente distancia de los deseos libertarios de las elites económicas, y los acarrean a un juego del que difícilmente puedan negarse: las amenazas ya no corren; o juegan junto a nosotros el juego del capitalismo que a nosotros, las elites políticas, nos conviene (un modelo nacionalista con redistribución de empoderamiento ciudadano que permita la mantención del statu-quo político), o no podrán continuar comerciando con quienes quieran bajo condicionamientos leoninos, o mismo ‘timbeando’ financieramente a nivel global como aves libres.

¿Monopolio o competencia entonces? En términos geopolíticos, mientras el Estado tenga un rol con visión estratégica en el control de una política con proyección de poder económico y diplomático a nivel internacional (como, por ejemplo, que ‘tome el toro por las astas’ sobre los recursos naturales estratégicos y el desarrollo de la ciencia y la tecnología), poco importa la respuesta. Está claro que en este caso el fin, por sí solo, justifica los medios.    

La reforma laboral, una enseñanza a la griega

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Ahora que estamos en ballotage con dos propuestas antagónicas como país, es bueno recordar lo que ha ocurrido semanas atrás en Grecia. El Parlamento del país helénico aprobó una reforma laboral impulsada por el gobierno de Kyriakos Mitsotakis que permite, a criterio de las empresas, aumentar a seis días la jornada semanal y hasta 13 horas de trabajo diarias. 

Pero eso no es todo. La nueva legislación castiga con hasta seis meses de prisión y 5.000 euros de multa a quienes impidan que otros trabajadores se presenten en sus puestos durante una huelga. También admite que las empresas despidan a un trabajador sin aviso previo o sin indemnización durante su primer año contratado (salvo que las partes hayan resuelto otra cosa), y extiende el período de prueba a seis meses. Asimismo, la reforma introduce contratos para ‘empleados de guardia’ que prácticamente no tendrán un horario fijo, sino que trabajarán cuando su empleador lo requiera – siempre y cuando sean notificados al menos 24 horas antes -.

La pregunta que habría que hacerle al gobierno griego es: ¿De donde sacaron la teoría o la praxis que avala esta nueva legislación? Porque, de hecho, los estudios sobre productividad aconsejan la reducción de la jornada y la mejora de las condiciones laborales (incluida la conciliación familiar) como forma de mejorar la productividad y rentabilidad de las empresas. O sea, la mejora de la productividad entendida por la mejora de los procesos y la mejora de la calidad de la producción y de los servicios, y no por la vía del abaratamiento de los costos laborales o el incremento de la jornada laboral.

¿Estamos hablando de comunismo? De ninguna manera, solo de un capitalismo ‘más humano’. Pero ello aquí no importa: el Ejecutivo asegura que esta reforma logrará formalizar la economía porque a partir de su aplicación se eliminarán las horas extraordinarias no declaradas (léase el trabajo en negro) y aumentará el empleo. Lisa y llanamente, a la vieja usanza pre-fordista. Un retroceso de más de un siglo donde se olvidan que no existe una relación de igualdad entre empleador y empleado, sino una clara relación de dependencia.

En adición, los mercados internacionales de deuda le han dado el beneplácito y también están premiando la reforma laboral griega. En términos internacionales, el gobierno de Mitsotakis argumenta que con la reforma llegarán inversores extranjeros al país, ya que consideran la anterior legislación laboral demasiado compleja: grandes empresarios afirman tener dificultades para contratar personal, ya que los trabajadores consideran que los salarios no son lo suficientemente altos, sobre todo en sectores como los servicios de alimentación, el turismo y la construcción. Ello nos interpela una vez más, demostrando que el modelo globalizador neoliberal, más allá de las dinámicas nacionales, sigue intacto como desde hace casi medio siglo.

Ahora bien, ¿la continuidad de la lógica pregonada por el Consenso de Washington, sirvió para algo?  Entre 2010 y 2018, Grecia estuvo inmersa en tres programas de asistencia financiera (los llamados “rescates”), recibiendo un total de 288.700 millones de euros en desembolsos a cambio de una fuerte condicionalidad y de profundas reformas estructurales. A pesar de ello, el PBI de Grecia en 2022 seguía estando 20 puntos porcentuales por debajo del nivel de PBI en 2008; el déficit por cuenta corriente continuaba muy elevado (prácticamente 10% del PBI en 2022); y la ratio de deuda pública sobre PIB permanece también en niveles altos, muy por encima de la media europea.

Por ende, al final del día lo que se observa no puede sorprendernos. El crecimiento macroeconómico, con contados acumuladores de enormes sumas de capital y un débil efecto derrame, se condice con el ajuste a pedido de la troika europea (la Comisión Europea, el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) y el Banco Central Europeo), perros guardianes del capital concentrado; una reforma laboral que flexibilice más a los trabajadores y abarate los despidos; y salarios reales por el piso (con una inflación de casi dos dígitos, lo cual se torna algo difícil de digerir). Es más, Grecia no sólo continúa por encima de la media de la OCDE en horas trabajadas, sino que es el quinto país de la Unión Europea menos productivo; todo ello a pesar de que en el año 2021 ya había incrementado las horas laborales.

Por supuesto, todo tiene su gris y debe ser matizado para ‘mantener la gobernabilidad’. Pese a que los diversos programas de rescate lograron sus objetivos de ‘mantener la integridad de la eurozona y restaurar la estabilidad financiera de Grecia’, un informe de evaluación independiente de 2020 encargado por el MEDE reconoce que se prestó insuficiente atención a las necesidades sociales subyacentes de la población griega; lo que implica en la necesidad de brindarle una mayor importancia para el éxito de futuros programas ‘el tomar en consideración las realidades sociales de los países afectados’; por supuesto siempre teniendo en cuenta ‘la restauración de la credibilidad de sus cuentas públicas’. El propio presidente de la Comisión Europea durante gran parte de la duración de los programas, Jean-Claude Juncker, ha llegado a manifestar que, pese a que “los ciudadanos griegos tienen muchas razones para estar orgullosos”, las “medidas impuestas a la sociedad griega fueron demasiado austeras”.

Pareciera ser que Juncker se quedó un poco corto. El 40% de las familias griegas viven con unos ingresos por debajo de los 12.000 euros anuales, mientras que otro 40% se sitúa entre los 12.000 y los 30.000 euros anuales (lo que podría denominarse una clase media-baja). La situación de precariedad se traduce en que el 35,6% de los griegos no puede pagar a tiempo sus facturas de servicios públicos. Y los últimos datos de la OCDE sobre el riesgo de pobreza extrema muestran que el 20% de los jóvenes griegos de entre 18 y 24 años viven en hogares con una privación de recursos grave. “Más del 80% de las familias griegas gastan más de la mitad de sus ingresos en alimentación, transporte y gastos asociados al hogar. Es la verdadera realidad del país”, sostienen desde la academia y los sindicatos.

En definitiva y como dice el viejo refrán, ‘el que avisa no traiciona’. Debemos reflexionar cuidadosamente si realmente deseamos un país con incrementos en la productividad pensando en mejoras de los procesos productivos y con una más eficiente tecnología, que permita acumular capital pero que no perjudique al medio ambiente y sirva para mejorar la calidad de vida tanto de los trabajadores que crean los bienes y servicios agregando valor, como para los consumidores que puedan adquirirlos a precios razonables; o si queremos un proceso de ingente acumulación de capital, voraz e individualista, que traccione a los pocos que puedan subirse al tren y excluya y empobrezca a las mayorías. Y ojo, a cuidarse con los confusos cantos de sirena. Porque como decía Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.  

El hartazgo se siente a nivel global

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Níger es uno de los países más pobres del mundo. Mejor dicho, es un país rico con millones de personas inmersas en la más profunda indigencia. Y su fama, que previamente provenía por ser una fuente inagotable de uranio y petróleo, ahora también lo es por el golpe de Estado llevado a cabo recientemente, cuando un conjunto de militares se presentó en la televisión nacional anunciando la destitución del ahora ex presidente, Mohamed Bazoum. 

Pero vamos por partes. El petróleo continúa siendo la vedette entre las energías que mueven al mundo. Y el uranio es un elemento clave en la producción de energía nuclear. Su demanda global, especialmente por parte de los países que buscan una fuente alternativa a los combustibles fósiles, hace que este recurso sea extremadamente valioso. Y Níger produce el 8% del uranio a nivel mundial.

Pero ello no se replica en la bonanza colectiva, al menos no en la propia: mientras el país tiene una dependencia crónica de la ayuda internacional (representa el 45% de su PBI), su gobierno está (o estaba hasta hace poco) totalmente sometido a las directrices de Francia, la antigua metrópoli. Y no solo porque 7 de los 9 Estados francófonos en África occidental todavía usan como moneda el franco CFA – que está vinculado al Euro y es el respaldo financiero francés -, o mismo los acuerdos de defensa que implican una guarnición de 1.500 soldados franceses, junto a una Base Aérea que asiste a aviones de combate y drones de ataque. Sino por, justamente, el control de los recursos naturales estratégicos.

En este sentido, la empresa Orano (antes, Areva), que pertenece al gobierno de Francia, ha disfrutado del monopolio sobre el uranio nigerino durante más de cuatro décadas (hasta el año 2007, encontrándose en la actualidad representado por sus dos subsidiarias, Somair y Cominak), incluyendo la exención de impuestos aduaneros a la comercialización, o mismo para la utilización de equipamiento y materiales para la extracción. De Níger, sin escalas a Europa.

Aquí no hay grises: sus recursos los disfrutan, a la distancia, los ciudadanos galos. Es que, gracias al uranio nigerino, el 77% de la electricidad que produce Francia proviene de la energía nuclear, y aún le sobran excedentes de energía para exportar a algunos de sus países vecinos. Más aún, poco importa que Francia presuma que su producción energética es baja en emisiones de CO2, y así su gobierno queda bien posicionado en el marco de un ‘discurso ambientalista coherente’; la realidad es que, bajo un escenario global tan complejo, la seguridad energética de un país clave dentro de la estructura OTAN no es tema menor.

Por el contrario, lo más relevante aquí es que las empresas solo pagan un 12% de canon por la explotación de las minas, lo que representa un magro 4,6% del PBI nacional; unas condiciones que han decantado una balanza de cuenta corriente desproporcionadamente a favor de la antigua metrópoli. En el mientras tanto, el 83% de la población de Níger no tiene electricidad. Una distopía increíble, un deterioro en los términos de intercambio que parece sacado de un paper de la CEPAL de mediados del siglo pasado.

Pero eso no es todo: el anclaje en la pobreza y los conflictos internos, es desesperante. Níger ocupa la penúltima posición —187.º— en el índice de desarrollo humano elaborado por Naciones Unidas, solo por delante de la República Centroafricana, un país asolado por la guerra. Con un ingreso per cápita de 510 dólares anuales, un 44% de los nigerinos vive con menos de 2 dólares al día.

A ello debemos adicionarle que hay menos de 10 médicos por cada 100.000 habitantes, es el cuarto país del mundo que más mortalidad infantil registra (detrás de Afganistán, Somalia y República Centroafricana) con 68 muertes cada 1000 nacidos vivos, y apenas un 15% de la población adulta está alfabetizada: no es de extrañar entonces su consecuente planificación familiar inexistente, donde Níger tiene la tasa de natalidad es la más alta del mundo, con 6,84 hijos en promedio por mujer – lo que constituye una auténtica bomba de tiempo que hará mayor presión sobre el agua y los alimentos en el corto plazo -. Todo ello sin profundizar que el país es una encrucijada donde convergen tráficos ilícitos, rutas migratorias y redes terroristas.

Por supuesto, esto no es exclusivo de Níger en el Sahel. La rivalidad interétnica, la concepción patrimonial del Estado por parte de los dirigentes, la corrupción endémica, y los infortunios climáticos derivados de la destrucción medio-ambiental, son moneda corriente en la zona. Por ello, sin rasgar en un análisis muy profundo, se puede normalizar el escenario sabiendo que este ha sido el séptimo golpe de Estado en la región en tan solo 3 años.

Pero entonces, ¿quiénes se oponen al fin del colonialismo – de hecho – francés? Formalmente la CEDEAO, la coalición regional más influyente de la región que agrupa a 15 países y defiende los intereses de Occidente. Sin embargo, se nota mucho que las opiniones públicas de muchos de estos Estados se oponen a abrir un frente externo ante tantos dilemas domésticos: los reclamos realizados han estado vacíos de consistencia, sobre todo cuando lo único que hay para decir es que hay que ‘defender la democracia’. Como alguna vez dijo Emiliano Zapata, aquel guerrillero mejicano de principios de siglo pasado: “Prefiero morir de pie, que vivir toda mi vida de rodillas”.

Aunque probablemente no sea necesario ser tan trágico. Los golpistas primero hablaron con Rusia para asegurarse su apoyo. Putin no solo les dio la venia, sino que ofreció toneladas de granos gratis y, por supuesto, al Grupo Wagner que ya está ‘en zona’. Por ende, los movimientos de occidente deberán ser más pensados que de costumbre. Es que el ‘horno no está para bollos’: abrir otro flanco en África en medio de sinuosos escenarios políticos y económicos domésticos (con la centralidad en la guerra de Ucrania), no parece ser muy redituable en términos electorales. 

Este escenario no es de extrañar: Rusia y China hace años están ganando presencia en el territorio (en el mismo Níger, China ya se hizo con la mayoría de la propiedad de la minera Somina), adquiriendo materias primas y ocupando los espacios que antes pertenecían a Occidente. Ambas potencias nunca dan lecciones de democracia y no fingen ser amigos. Su actitud es práctica, sin ideologismos ni condescendencias. ¿Porque son tan atractivos rusos y chinos? Como decía una vez un gran amigo mío sobre su suerte con las mujeres: “No es que yo sea demasiado bueno, sino que los otros son muy malos”.

En este sentido, un 78% de los 27 golpes de Estado en África subsahariana desde 1990 se han producido en naciones francófonas. ¿Cuál es la justificación desde París? Que no entienden porque ocurren estas cuestiones, que los lideres domésticos no saben gestionar, que el mundo se ha vuelto más complejo en tanto las transformaciones que se están produciendo en términos económicos, climáticos, de salud y de seguridad.

Más aún, un arrogante comunicado del Palacio del Elíseo advertía que Emmanuel Macron “no tolerará ningún ataque contra Francia y sus intereses”. Si alguien resultaba herido, la represalia vendría “inmediatamente y sin concesiones”, sonando como el gran jefe imperial que emitía una severa advertencia a nativos ingobernables que estaban causando problemas a más de 2.000 millas de distancia. ¿El mea culpa? Eso nunca. Y, por supuesto, no nos podemos olvidar de los siempre complacientes títeres aduladores cómplices, muy bien representados por las elites domésticas. Ahora caídas en desgracia ante una nueva Elite, aliada a Rusia, y con un discurso nacional-progresista que es melodía para las históricas mayorías desahuciadas.  

En definitiva, a estas alturas del Siglo XXI, donde la globalización de las comunicaciones hace que todo se sepa, no hay que tirar mucho de la cuerda ante situaciones socio-económicas desesperantes. Aunque el contexto histórico-cultural es categórico y diferenciador a la hora de brindar respuestas, la explosión social termina siempre, de algún modo, saliendo por los poros; las ‘venas abiertas’ como diría el enorme Galeano. Y, sino, miremos por estas latitudes…Donde por supuesto, el final del camino es, como mínimo, de una incierta peligrosidad.

FMI o CHINA, y el dilema sobre con quien tener ‘relaciones carnales’

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Varios países importantes de la OTAN han redefinido, en los últimos años, su estrategia de relaciones con China. Muchos lo definen como un “socio, competidor y rival sistémico”, que ha incrementado su asertividad regional y global, y que, por tanto, debe ser afrontado de nuevas maneras, pero sin romper los vínculos, prioritarios si los abra, económicos.

Según palabras del propio gobierno alemán, China es un interlocutor peligroso con el que es inevitable cooperar. “Con casi 300.000 millones de euros en importaciones y exportaciones, es un mercado clave para las principales empresas alemanas, y el mayor socio comercial de Alemania desde el 2016. Somos realistas, pero no ingenuos”, enfatizó la propia Ministra de Relaciones Exteriores, Annalena Baerbock.

Más aún, desde el G-7 están preocupados porque China se ha convertido en un proveedor dominante de muchos bienes, y ello, en el actual estadio de convulsión que se vive a nivel global, puede provocar el pausamiento de suministros en cualquier momento. De hecho, el Presidente del Gobierno Español, Pedro Sánchez, lleva por bandera su campaña a favor de la denominada ‘autonomía estratégica’, como línea a seguir por el país ibérico. Más claro, imposible.

Es este sentido, la guerra en Ucrania solo ha profundizado el cambio que muestra una China más ofensiva en términos de poder blando (solo responde coercitivamente ante amenazas a su espacio vital), afianzando sus objetivos políticos por medios económicos, creando dependencias, y concediendo o retirando ventajas económicas. Hacer y expandirse, todo al mismo tiempo. Bajo ataques certeros, pero sutiles. Como lo hizo su archirrival, los Estados Unidos, a lo largo de toda su historia internacionalista.

Pero en la actualidad, a diferencia de las últimas décadas donde se vivenció la globalización macdonalizadora, el golpe es a la inversa. Por ello se multiplican los SWAP, los BRICS analizan emitir su propia moneda y adoptar el patrón oro – con respaldo en minerales e hidrocarburos – en lugar del dólar, y la expansión sobre los países del sur olvidado se cierne bajo una lógica bilateral de ‘esfuerzos compartidos, beneficios mutuos’.

Sino pregúntele a los rusos, quienes superaron, bastante positivamente, una primera prueba de fuego luego que Estados Unidos y Europa desconectaran a los bancos rusos del sistema internacional SWIFT. En aquel momento, Rusia aceleró el fortalecimiento del CIPS, el sistema de pagos propuesto por China, que le permitió a Moscú balancear la caída de venta de gas a Europa. También podemos hablar de África: no hay un país de ese continente donde China no tengan intereses, incluido el cuerno, una zona sin recursos, pero estratégica. Sino pensemos en Yibuti, pieza clave en la salida del Mar Rojo al Golfo de Adén, cuya deuda solo con China supone el 100% de su PBI.

Bajo este marco global, el acuerdo de Argentina para usar los yuanes como medio de pago de nuestra eterna deuda externa, es una muestra clara de poder, dentro de este proyecto internacionalista de desdolarización. ¿Esta ayuda asiática se puede contraponer con las decisiones de los Estados Unidos de cortarle el envío de fondos a la Argentina en 2001, provocando una de las peores crisis de nuestra historia económica? ¿O mismo la posterior decisión del FMI – vía Donald Trump – de aprobarnos un préstamo excepcional en 2018, que violaba los estatutos de la entidad, y solo potenció la bicicleta financiera? En ambos casos, bendiciendo o apiadándose de políticas económicas que podrían catalogarse inadmisibles para lo que sería un proyecto de estabilización macroeconómica con perspectivas de crecimiento y desarrollo económico. Y no solo en términos heterodoxos.

El hecho fáctico es que, mientras tanto, China pone en cuestión los propios objetivos del FMI (del cual es parte – tercer principal socio aportante -, pero con suficiente espalda para mantener el espíritu crítico, sobre todo ante la irreductible comandancia de los Estados Unidos sobre el mismo), organismo que fuera creado como prestamista en última instancia. En la actualidad, ante lo que algunos observan como un fracaso del Fondo, el gobierno chino se manifiesta dispuesto a asumir ese rol.

De manera bilateral, China se posiciona en condiciones más ventajosas que las que promueve el FMI. Si desde Washington se condiciona sus créditos “baratos” a la implementación de reformas de la política económica y/o estructurales, aunque China tienen tasas de interés relativamente altas y se encuentran dirigidos con mayor ímpetu a los deudores de la Iniciativa de la Franja y la Ruta de la Seda, ‘solamente’ exige mejoras comerciales y de oportunidades de negocios para sus empresas en la mayor cantidad de mercados posibles. Y, por supuesto, acceso preferencial a los recursos naturales estratégicos.

Su decisión no solo tiene lógica, sino también coherencia con su propuesta: un orden internacional abierto, tanto comercial como financieramente. El propio Presidente de China, Xi Jinping, insta permanentemente a la comunidad internacional a respetar la globalización neoliberal creada y potenciada por su archirrival. “El multilateralismo y el libre comercio están amenazados generados por unilateralismo, algo que promueve y defiende EE.UU.”, sostienen desde Beijing.

Es que, mediante la gobernanza global y el multilateralismo, el gigante asiático no sólo no desafía abiertamente a ese orden, sino que contribuye a fortalecerlo. La pelea está en la cancha del adversario; porque, en realidad, comprende perfectamente que bajo esas normas puede ganar. Al menos peso relativo, hasta que las tensiones recrudezcan y, en términos de poder duro, no haya vuelta atrás.

Por lo tanto, en el abierto ajedrez global actual, no es de sorprender que la decisión de china responda a la necesidad de que la Argentina se mantenga al día en sus obligaciones con el FMI, ya que es una precondición para la continuidad y la expansión de los acuerdos entre el gigante asiático y nuestro país: hay cuantiosas inversiones comprometidas en el país que se canalizan vía créditos otorgados por los bancos estatales chinos atados al cumplimiento de estas obligaciones como garante del financiamiento.

Porque China es funcional a Argentina y también a China, quien tiene en su caja de objetivos la transnacionalización del yuan como moneda global y, tal como lo mencioné previamente, la universalización del gigante asiático como prestamista y financista con menos pruritos. Es que a nadie le gusta que le digan, como presiona el FMI, para que haya tasas de interés reales más altas, reducción del déficit vía menores subsidios energéticos, devaluación abrupta del tipo de cambio oficial, etc. Aunque haya que hacerlo.

En definitiva, nada quita que Argentina busque un acuerdo con el FMI, con el irreductible aval de los Estados Unidos. Pero China va a jugar igual, siempre. Con o sin default, que, para estos tiempos globales turbulentos, es más una entelequia que otra cosa.  Es que mientras la falta de dólares continúe siendo un problema irresoluble que dependa de un campo que se debate entre la sequía y la 125, la pelea por los intereses propios de los sectores que necesitan si o si importar para producir, y una macroeconomía altamente volátil pero siempre con un ojo puesto en la fuga de divisas, será muy difícil encontrar una solución superadora. Es más, me atrevería a decir que es casi igual o más difícil que atacar las verdaderas causales, los dilemas de raíz, los que nos han llevado a esta histórica dependencia. Con Estados Unidos, China, o de quien sea.  

Japón y la cultura inflacionaria

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Estados Unidos y Europa alguna vez temieron al gigante económico japonés de la misma manera que temen hoy al creciente poder económico de China. Pero el Japón que el mundo esperaba nunca llegó. Durante décadas, Japón ha estado transitando a través de una economía lenta y altamente endeudada (tiene una ratio de deuda pública superior al 200% del PBI), refrenada por una profunda resistencia socio-productiva al cambio, y escéptica a ciertos procesos que la globalización inexorablemente quiso acelerar.

Al japonés poco le importa, al menos no como lo analizamos desde nuestra visión occidental. Su población, en proceso de envejecimiento/disminución (con cierta reticencia a la inmigración), no se envalentona en tensiones políticas: es un país pacífico, con la mayor esperanza de vida del mundo y la tasa de homicidios más baja, y escasos conflictos derivados del escenario político y económico.  No es extraño en una geografía donde el campesinado pasó de servir a los señores feudales en el campo, a trasladarse a las ciudades para servir a los mismos señores convertidos en burgueses.

Es que el milagro japonés, el modelo genuino que desarrolló Japón, se posicionó luego de la Segunda Guerra Mundial con un fuerte intervencionismo estatal, grandes holdings empresariales y la adquisición de tecnología. Esta defensa del proteccionismo frente a las tendencias liberalizadoras mundiales (que, también hay que decirlo, tuvo como resultado que Japón haya perdido su ventaja competitiva, superado por sus discípulos) se cimentó en una elite que promocionó una relación paternalista por parte de la empresa con sus trabajadores, que a su vez sirven a la misma por encima de sus intereses personales, y generalmente de por vida, en un modelo de mutua lealtad.

Por supuesto, todo ello fue acompañado por el ‘eterno’ Partido Liberal Democrático (PLD), el cual gobierna Japón desde hace setenta años. A menudo se dice que la base de apoyo del PLD está hecha de ‘hormigón’, con una fortaleza que se basa en el clientelismo y la promesa de estabilidad política basada en un pasado de orden y progreso. Por ello el cambio se siente distante, en el marco de una jerarquía rígida que determina quién tiene las palancas del poder. Una clase dominante abrumadoramente masculina que se define por el nacionalismo y la convicción de que Japón es especial.

Bajo el escenario descripto, la inflación nunca ha sido un problema grave. Menos en los últimos treinta años, donde la gran crisis financiera de principios de los 1990’ ha sido la herramienta disparadora de una dinámica deflacionaria, sostenida por salarios estancados y el terror a la escasez; el miedo y la angustia de una generación que ya había aprendido a ‘quedarse sin nada’.

Sin embargo, para sorpresa de algunos, ahora la inflación ha vuelto: ha llegado a un nivel del 3% anual, la mayor desde el año 1991 (excluyendo el salto de 2014, cuando los precios se vieron afectados por un aumento del impuesto sobre las ventas). Positivamente, ello se está dando no solo porque los turistas extranjeros están de regreso luego de la pandemia, sino porque el gasto de los consumidores está aumentando, derivado de las previsiones de incrementos salariales a través del Gasto Público para poder contrarrestar los incrementos de precios, como así también dado que las crecientes señales de un enfriamiento en Estados Unidos, Europa y China empañaron el panorama para la economía nipona – dependiente de las exportaciones – lo que ha hecho que Gobierno persuada a las empresas privadas a que aceleren las subidas salariales para ayudar a impulsar la demanda interna.

Un ejemplo de este proceso inflacionario ha sido la subida de 20% de uno de los refrigerios más comunes en Japón, el Umaibo, un producto que siempre tuvo un precio de 10 yenes (US$0.075) desde su creación hace 43 años. Tanto fue el impacto que Yaokin, la empresa que elabora el popular snack, tuvo que lanzar una campaña publicitaria explicando por qué se vio obligada a subir el precio. Es que, como indicaron desde la cúpula directiva de la corporación, «Los consumidores no están acostumbrados a aceptar la inflación».

Más allá de lo expuesto, no son pocos los analistas que indican que gran parte de la inflación que hoy existe en Japón no es el reflejo de una verdadera reactivación, sino más bien el resultado de una enorme crisis externa (principalmente derivado del aumento de los productos energéticos y los alimentos importados por la guerra) y la devaluación del Yen. Que el japonés lo entiende con resignación, como un elemento exógeno, un hecho que lo excede.

Para concluir, es importante recalcar que las comparaciones deben tener ese condimento de la comprensión totalizadora de las ciencias sociales para que sean útiles. En Japón nos encontramos con una cultura oriental de introspección alejada de las compras sin sentido. Una historia de padecimientos, una lógica verticalista, un escenario geográfico de dependencia para con la seguridad alimentaria y energética, una visión de la Nación como un todo como prioridad (más allá de las mezquindades individuales). No hay monopolios formadores de precios que presionen, ni gasto público o expansión monetaria que se traslade alocadamente a consumo o a compra de moneda extranjera. Tampoco un endeudamiento externo en tiempos e intereses imposibles de pagar. La corrupción, la fuga de capitales, existen; pero no de manera sistemáticamente estructurada y desestabilizadora. Por ende, tenemos un país que se encuentra muy lejos, antes, ahora y seguramente a futuro, de un proceso inflacionario fuera de control.

¿Y si analizamos Argentina? Mirando el párrafo precedente, mejor se los debo.